La justicia del juicio penal

Por Oscar Martínez. “Entre tú y la gloria, está el balón. Peero debes retroceder, en vez de avanzar. Toma distancia, toma carrera, mientras los cronopios en la tribuna alientan tu nombre y las famas seducen a los policías en el campo de juego. Deberás calcular cuidadosamente tus pasos, para que, al momento de llegar al balón, tu pie -el que usas para patear e iniciar el ascenso por las escaleras, que no debe confundirse con ese otro, al otro lado de tu cuerpo, también llamado pie- debe estar prácticamente en el aire, para impactar con eficiencia. Ahora sí, corre libre hacia la victoria, dejando atrás esa masa informe que se autoproclama humanidad. Dale a la redonda con toda el alma. Un universo se abrirá ante ti mientras la esfera vuela. Si es gol, el mundo será tuyo. Si no, seguramente seas devorado por la barra brava”, Julio Cortázar.
Es un rectángulo de 7,32 metros de largo por 2,44 de alto. Se llama arco de fútbol y, según ese deporte, la regla es hacer que, impulsada por cualquier parte del cuerpo menos por las manos y brazos, una pelota pase a través suyo para lograr lo que se suele llamar “gol”. Y se lo puede conseguir, también, a través de la ejecución de un penal. El Flaco Menotti, filósofo de barrio y técnico de fútbol campeón mundial, asegura que “Cuando empecé en Rosario Central teníamos prohibido gritar un gol de penal, porque un gol de penal lo hace cualquiera”. ¿Es posible entonces atajar un penal? Porque anoche, en el estadio de Newell´s, parecía que no.
La matemática Sandra Johanni, de la Universidad de Erlangen-Nuremberg, Alemania, asegura eso. Y lo explica así: El arco mide 7.32 metros de ancho por 2.44 metros de alto. La distancia entre la línea de meta y el punto penal es de once metros. La pelota tiene un diámetro de 22 centímetros. La mayoría de los disparos alcanzan una velocidad de entre 72 y 90 kilómetros por hora. Así, la pelota demora 0.5 segundos en su viaje desde el punto penal hasta la llegada a la meta. El mejor arquero tiene como máximo una capacidad de reacción de 0.25 segundos. Esto implica que le queda apenas un cuarto de segundo para tratar de detenerlo. Johanni dice que entonces necesita una velocidad mínima de 35 km/h para llegar a la pelota. Esa velocidad sólo la alcanza un atleta olímpico en una prueba de 100 metros. Pero como el arquero no toma impulso porque está parado, detener un tiro penal es matemática y físicamente imposible.
¡Por eso Guillermo estuvo varias veces muy cerca de hacer, y no pudo, lo que muchas otras antes había podido! Y para ganar debimos valernos de la certeza de nuestros futbolistas y de la doble falencia de un rival al que no quiero nombrar, porque demasiado debe estar sufriendo el pobre tipo en estas horas. Es que cuando uno analiza lo que sufrimos nosotros desde afuera y vemos lo que se angustian ellos adentro, sentirse culpable por haber fallado un penal debe ser tremendo. Repasemos la liturgia que envuelve la ceremonia del tiro desde los doce pasos, lo que se potencia cuando, como anoche, se define la continuidad en un torneo que entrega un ascenso. Uno, el que va a patear, besa la pelota y mira al cielo antes de acomodarla, mientras sus compañeros cierran los ojos y elevan una plegaria al santo del gol. Otro, el arquero, se persigna y recibe la solidaridad de quienes visten sus colores, que rezan para que sus virtudes se potencien. En las tribunas ahora imaginarias, cientos de feligreses se encomiendan a su santo –uno de los dos protagonistas- al tiempo que maldicen al ateo que pretende arruinar la fiesta –el otro-. Dicen que en estos casos Dios se divierte mirando, disfruta del espectáculo, y no toma partido. Por eso, definitivamente, el fútbol suele ser injusto.
Pero no ocurrió esta vez, porque el juicio penal hizo justicia. Atlético fue más durante todo el partido, sobremanera en la segunda mitad. Pero como ocurrió en los últimos tres partidos, no pudo ganarlo en los noventa minutos. Fue un encuentro tan cambiante como apasionante por la entrega y la intención de los jugadores de ganar jugando. Y fue un final de película en donde el actor principal sonríe feliz mirando el horizonte mientras abraza a su chica. Bueno, Bieler bien podría ser el muchachito. Nosotros nos paramos para aplaudirlo. Y nos vamos felices. Eso sí, no insistan con esto de la emoción, no jueguen con la salud de los hinchas. Aunque si el resultado sigue siendo el mismo en los siguientes dos partidos, habrá que pedir a los gritos ¡aguante corazón, aguante!