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Vivir de Celeste y Blanco

En solo seis días se terminará la espera. Cuando a las 13 horas del domingo 20 el árbitro del encuentro entre los locales y Ecuador decida que es momento de poner en marcha un nuevo Mundial, el planeta asistirá a un enorme fenómeno pasional. Y a los amantes del juego de la pelota solo nos interesará saber cuándo juega nuestra selección y cuantos partidos faltan para la final.

14 de noviembre de 2022RedacciónRedacción
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Habrán pasado exactamente 1589 días, es decir 4 años, 4 meses y 5 días, desde que el árbitro argentino Néstor Pitana pitó el final de Francia 4-Croacia 2 en el estadio Luzhniki que cerró el Mundial de Rusia, hasta que se ponga a rodar la pelota en el maravilloso estadio Al Bayt de Jor, Qatar. Allí jugarán el seleccionado local y Ecuador, un encuentro menor que para nosotros posee el enorme atractivo de disfrutar dos embajadores rafaelinos en el banco de la selección sudamericana, Gustavo Alfaro como entrenador y Sergio Chiarelli como preparador físico.
Es un Mundial atípico el de Qatar, esto se ha dicho en todos los idiomas y se ha justificado con decenas de miradas distintas. En todos los anteriores, los amantes del mejor juego del mundo, nos tomábamos un descanso de las competencias por equipos para luego gozar del fenómeno pasional. Pero esta vez no hay espera. Este fin de semana, por ejemplo, se jugó la fecha completa de la Premier de Inglaterra, de la Liga de Francia, de la serie A de Italia, la Bundesliga Alemana y varias más. La pelota, no la Al Rihla de Adidas, que significa «el viaje», y es la oficial de esta cita, claro, llega gastada. Y las piernas de los futbolistas aún más. Pero ya nada importa, desde este lunes no hay otra cosa que tenga tanta importancia como el Mundial de Qatar. Analizamos los precios de televisores cada vez más grandes y complicados, para ver si llegamos a comprarlos con lo que nos queda en las tarjetas, para no perdernos detalle de lo que está por venir. Es que un Mundial es algo en lo que caben tantas cosas que vale la pena pensar que se llama así porque hace falta un mundo para meterlas dentro. Y acepto todas las críticas hacia el entorno del juego, incluso las mías. Pero no puedo abstraerme de lo que me genera la cercanía del 20 de noviembre. Sé que el fútbol se volvió un negocio que se devoró al deporte, pero también sé que me hace feliz. Y no pienso prescindir de ese sentimiento aún sabiendo que encierra el riego de que Argentina no sea campeón y que esa frustración me arrastre a la tristeza.
A diferencia de los futboleros de ley no tengo cábalas. Recuerdo haber probado todo tipo de ellas en la edición 2002, cuando el frío de las madrugadas se hizo insoportable tras el balde de hielo que me cayó encima cuando nos eliminó Suecia. En aquel tiempo cambié de sillones y de ropa interior sin que nada diera resultado, así que desde entonces miro cada partido sin la presión de sentirme parte esotérica del equipo.
En lo que hace a mi propia historia, los primeros mundiales son, principalmente, crónicas leídas en la revista El Gráfico varios años después. El campeonato de 1930, donde se perdió la final con Uruguay en el estadio Centenario, es una postal sepia, imágenes rápidas en blanco y negro, y el recuerdo de algunos nombres de jugadores al que el periodista se refería con una calidez que no dejaba de asombrarme. Pero no porque conociera detalles de su intimidad sino por su manera de jugar. Es que, por entonces, nadie se interesaba de sus vidas privadas simplemente porque a esos hombres no se les pedía que fueran un ejemplo sino buenos jugadores de fútbol.
El Mundial de 1950 es un relato asociado a la catástrofe: Brasil perdió la final con Uruguay en la inauguración del Maracaná y como en «La guerra de los mundos» de Orson Welles, la gente se suicidaba por las calles. El del ’58 ayudó a certificar, sobremanera con aquella fatídica derrota por 6 a 1 contra Checoslovaquia, lo que solo algunos se animaban a aseguraban, que, definitivamente, no éramos los mejores del mundo. Recién tengo recuerdos propios de Inglaterra ’66 gracias a las bondades de una reluciente radio Spika. Entonces, los Campeonatos Mundiales de fútbol no creaban tantas expectativas, seguramente porque no existían, como en la actualidad, la televisión satelital, la globalización, Internet, el merchandising despiadado y otros factores no menos valederos y posiblemente correctos.
Hoy, que la magia del juego va y viene de la cancha a los efectos especiales, asistimos al hecho de que en cada programa los conductores y panelistas exageran el ingenio hasta la falta de originalidad. Por supuesto que no pretendo ignorar la época en que vivo ni la máquina comercial y publicitaria puesta en juego en relación al fútbol. Ese mismo comentario podría ser leído como un síntoma de este fenómeno, pero quiero correr el riesgo, porque para cualquiera que lo haya vivido dentro o fuera de la cancha, el fútbol ni se compacta ni se mediatiza.
Como dije, ya no tengo cábalas. Estoy convencido que no puedo hacer otra cosa que alentar para que mi selección gane. En todo caso, la única posibilidad que me queda como hincha es practicar distintos tipos de resistencia. Por ejemplo, si uno está en la cancha puede cerrar los ojos ante determinada jugada peligrosa en el propio arco, o apagar la radio en el momento en que el delantero rival va a patear un penal, o saltar de la silla e ir al baño para no ver la pantalla justo cuando el diez de ellos está por ejecutar un tiro libre de esos que dan miedo. Como hincha, me reservo todos estos derechos: desde el grito hasta el llanto, desde el improperio hasta el elogio, y recorto un espacio propio, como el de los sueños, ese fenómeno que nunca se puede socializar.
Hay algo que me alegra mucho. En estos tiempos modernos parece haber una relativa igualdad entre los sexos. Antes las mujeres se sentían excluidas y se aburrían mientras los hombres vivíamos un mes entero agitando a pura pasión los colores nacionales y representando el espíritu del patriotismo deportivo. Creo que tras la sexualización del fútbol y la conversión de los futbolistas en celebrities, las chicas, y no hablo solo de las que se definen orgullosamente como botineras, se han convertido en la otra mitad del cielo. Es cierto que mi machismo las discrimina y no tolero escucharlas opinando por los medios del juego como si lo conociesen a fondo desde siempre, como si en lugar de haber recibido como primer regalo una Barbie hubiesen abrazado una Pulpo. Pero también es real que ya no soportaba más que me pidieran una y otra vez que explique de qué se trataba la ley del off side justo cuando el VAR analizaba si el gol que hicimos y grité, de verdad valía.
Ya tenemos el fixture de partidos y entonces comenzamos a programar como serán nuestros días para no perdernos nada frente a la pantalla, porque la vida sigue. Podría decir John Lennon que la vida es eso que pasa mientras nosotros miramos Corea del Sur con Ghana. Porque esta vez llegamos bien después de un vergonzante Mundial de Rusia. Hoy tenemos al mejor del mundo rodeado por un equipo que hace realidad aquello de “todos para Messi y Messi para todos”. No parece haber una fórmula mejor para disimular la ausencia terrenal de Diego. Hasta podríamos pedirle a Eduardo Sacheri que, para matar el tiempo, nos escriba una de película. Que sea un guión como los de Hollywood, una de esas películas casi inverosímiles de tan grandiosa. Que sea de fútbol y de la Selección, para que nadie se quede afuera. Que transcurra en el Mundial, que gane el equipo del muchachito, y que vestido de celeste y blanco agradezca la ayuda divina que permitió que todo un país del sur festeje como en el 86. Que así sea.

 

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