Soñar con una ensaladera

Para entender el comportamiento de un jugador de Copa Davis hay que comprender, primero, la sicología de los tenistas. Individuos solitarios, entregados a un deporte individualista por excelencia, que los va convirtiendo en egocéntricos. Y no porque elijan serlo, sino porque aprenden a depender de sí mismos, de sus aciertos y de sus errores. Cada jugador es el gestor central de sus triunfos y derrotas. Por eso, a la hora de formar parte de un equipo, debe cambiar drásticamente su modo de pensar y actuar, debe aunarse y aceptar las decisiones de un capitán que no es aquel entrenador con el que trabaja a lo largo del año, y a ello se suma la pasión de los hinchas, entonces todo se complica. Vista así, la Davis es un permanente generador de conflictos, pero también una experiencia única que nadie quiere evitar. Fundamentalmente si siente el deporte de manera pasional, más allá del negocio que lo envuelve.
En la mayoría de los países se toma como algo natural. Los tenistas suelen aceptar las condiciones generales y salen a la cancha a jugar por la gloria. La propia y la del país. Ganando mucho menos dinero que en cualquier torneo oficial. Pero sintiendo en la epidermis el apoyo de la gente. A nosotros, los argentinos, las relaciones entre jugadores, dirigentes y capitán, siempre se nos han presentado como una hoguera de vanidades. Pero a pesar de esto, estuvimos en cinco finales y ganamos una de ellas.
“La tarea más difícil de un director técnico, sea el deporte que sea, es saber cómo tratar a las personas. Y cada persona de un grupo es diferente. Lo más difícil es tratarlos por igual y convencerlos a todos, a los que juegan y los que no juegan. Porque los jugadores que no juegan quieren que pierdas. Es así”. Pep Guardiola habla, fundamentalmente, de fútbol. Pero esta frase le cae de maravillas al tenis argentino cuando se trata de la Davis. Nos ocurre desde la primera final que disputó nuestro país, en Cincinnati 1981, con Guillermo Vilas y José Luis Clerc enfrentados como nunca y, aun así, dando pelea frente a John McEnroe, entonces número uno del mundo, y a la mejor pareja de dobles, la que conformaban el mismo McEnroe y Fleming. Es cierto que se potencia el conflicto cada vez que tenemos dos o más figuras, pero también lo es que padecemos estas cosas con jugadores de menor calidad, en la instancia que sea, y con capitanes más o menos duros. Los ejemplos sobran y son redundantes.
Aquella final nos despertó definitivamente la pasión por la Davis, pero poco después, cuando esos dos grandes se fueron, debimos transitar un largo tiempo en un segundo y hasta tercer plano hasta que apareció una fantástica camada de jugadores a los que llamamos la Legión. Nos devolvieron al primer nivel y nos permitió estar en las finales en Rusia, Mar del Plata y Sevilla. Todo antes de Zagreb.
Entre los hechos salientes de la relación de Argentina con la competencia, se encierra aquel descabellado match ante Sudáfrica, en 1973, jugando en Montevideo, (¿que hacíamos allí?) donde debimos ir porque la política no entiende de deportes. O aquel Ricardo Cano sublime ganándole a Dick Stockton en 1977 para eliminar a los Estados Unidos por primera vez. O las peleas duras con el Brasil de Koch y Mandarino en el Ibirapuera de San Pablo con Vilas jugando bañado en escupitajos. O la triste imagen de Timisoara, en Rumania, cuando el mismo Vilas y Clerc se sentaban separados en los intervalos del partido de dobles. O aquel «Pulga» Horacio de la Peña devolviendo a las tribunas chilenas cada uno de los monedazos que le arrojaban en el match que significó volver al Grupo Mundial. O como Martín Jaite se debatía solo para ganarle a Andrés Gómez en Guayaquil bajo un sol despiadado. O sentir clavado aún en el pecho el dolor de aquel vestuario destrozado por la insensatez de una solicitada emitida antes de la semifinal frente a Checoslovaquia.
Claro que en mi caso, los más fuertes pasan por cada uno de los encuentros que tuvieron a Javier Frana como enorme protagonista. En la victoria y en la derrota. En el drama del Carrasco montevideano, cuando Argentina fue superada por jugadores que corrían sin parar hasta llenarnos de sospechas, y con un público que festejaba el doping positivo de Diego en el Mundial de Estados Unidos. Y en el éxtasis de un Buenos Aires repleto que vibró con su heroica victoria en el quinto punto ante Chile. Todas son vivencias que quedaron marcadas en mi memoria y que regresan antes del comienzo de una nueva serie.
Seguramente que las personas que asistirán desde el viernes al templo del tenis en Argentina, el Buenos Aires Lawn Tennis Club, para presenciar el choque entre Argentina y República Checa por Qualifiers, no tienen por qué saberlo. Pero a Dwight Filley Davis seguramente le encantaría estar con ellos. Advertiría que el torneo que creó en 1900 despierta algo más que sentimientos deportivos, como era su intención.
Davis fue en realidad un militar de encendidos sentimientos patrióticos. Combatió en la Primera Guerra Mundial y fue Secretario de Guerra de Estados Unidos entre 1924 y 1929. Las historias oficiales de la Copa Davis suelen recordar el perfil más agradable del militar. Que fue un joven estudiante adinerado de Harvard, un buen hombre y un muy buen jugador de tenis. No cuentan, claro, que bajo su gestión como Secretario de Guerra del presidente republicano Calvin Coolidge, Estados Unidos envió 2.000 marines a Nicaragua para reprimir a César Augusto Sandino e intervino en México, Panamá, Haití y El Salvador. También en esos años, cuentan historiadores y recrea Ezequiel Fernández Moores, Estados Unidos, cuidando intereses petroleros, alentó la Guerra del Chaco, entre Bolivia y Paraguay, que costó unas 120.000 vidas. Davis, además, fue luego gobernador de Filipinas, cuyo territorio Estados Unidos había anexado en 1902. Creó la Copa que hoy lleva su nombre, y puso como trofeo una copia que hizo un orfebre de la ensaladera de su familia, no sólo por su amor al tenis, sino porque entendió que el torneo serviría para canalizar sentimientos patrióticos.
Los miles de argentinos que sufriremos y disfrutaremos cada punto entre viernes y sábado tampoco tenemos por qué saber que el primer «partido» de algo parecido al tenis que se jugó en estas tierras tuvo por un lado al general William Carr Beresford y, por otro, al teniente coronel Sir Dennis Pack. Los militares británicos jugaron tenis en su prisión VIP de Luján, fracasada la primera invasión inglesa a Buenos Aires, en 1806. Cada tanto, la pelota caía en el terreno lindero. Y los vecinos tenían que devolvérsela a los presos.
La Davis siempre fue para nosotros un sueño esquivo que finalmente se hizo realidad cuando en el Arena Zagreb, y ante 14.774 personas, el equipo comandado por Daniel Orsanic e integrado por Juan Martín Del Potro, Federico Delbonis, Guido Pella y Leonardo Mayer, derrotó de manera épica a Croacia por 3 a 2. Fue, sin dudas, el año en que mejor funcionó como equipo nuestra selección de tenistas.
Desde el próximo viernes viviré nuevamente la vieja magia de la Copa Davis. Para mi gusto, despojada de brillo por una decisión que la potencia en lo económico pero la aleja de la gente que, como se dijo, es un condicionante central de su éxito. Centralizarla les quita a los países menos poderosos la posibilidad de disfrutar en su tierra de los grandes tenistas. Pero la ensaladera sigue ahí. Es tiempo de volver a sufrir. Y gozar.