Por: Alcides Castagno.
«…Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor; ignorante, sabio, chorro, pretensioso, estafador…». El amargo diagnóstico discepoliano parece haber tomado cuerpo en un sector influyente de la sociedad, que nos negamos a asumir como propio porque no estamos «en el mismo lodo todos manoseaos». De pronto, caímos en la cuenta que no es un solo mundo el que habitamos, separado con líneas y colores en un mapa donde la Argentina aparece allá debajo de todo, lejos del mundanal conflicto. De pronto una pandemia universal nos hizo caer en la cuenta que las distancias y los idiomas no importan, que un murciélago chino pudo más que los misiles de Kim Jong-um y que nos mostramos dispuestos a inyectarnos una vacuna rusa o china o india o norteamericana o inglesa o la que fuere antes de sufrir el paso final antes de la cremación. De pronto supimos que un inocente viajero podía inundar nuestro barrio con un mensajero de muerte con sólo pasar a saludarnos.
Una sociedad, la universal, la nuestra, se abroquelaba por mandato superior, pidiendo permiso para ir de veraneo, celebrar la pascua, participar del culto, compartir un café, bailar, celebrar las bodas, los aniversarios de la abuela, el fútbol de tribunas vacías, entrar a la fábrica, salir de compras, jugar a las bochas y toda una variedad de movimientos sociales rigurosamente vigilados por un Estado constituido en árbitro y juez. En las pantallas de televisión siguieron apareciendo legiones de científicos hasta ahora desconocidos, voceros periodísticos especializados tanto en la variante Delta como en las andanzas de la señora Nara y sus conflictos conyugales.
El 2021 produjo la era de las pequeñas rebeliones. Descubrimos que hay una necesidad interna de asomar la nariz a la calle y ver otra vida que no sea la de cuatro paredes que ya pintamos, los muebles que ya corrimos, el césped que ya cortamos y los encuentros y desencuentros con nuestros convivientes naturales. La magia omnipresente de las redes sociales de pronto fue el vínculo, el pregonero que convocó a que marchemos para que abran los bares, por la libertad de fiestas, por el campito libre, por los presos, por la policía, por los enfermeros, con antorchas y carteles, como sea pero afuera, en la bendita calle que nos fue negada con los horarios limitados. Lograron que miremos de reojo a nuestros propios familiares y que el abrazo sea el gran ausente. Al Covid -19 se lo llamó el virus de la monogamia porque los besos de uso externo llevaban el sello de la peste y la marca de un contagio sospechoso. La Municipalidad responsabilizababa a la Provincia; la Provincia a la Nación; la Nación a la Organización Mundial de la Salud, que a su vez se descargaba en los chinos mientras los rusos vendían vacunas y así nuestro mundo sin límites con líneas y colores.
Este año que termina produjo el estallido final, el paroxismo, el temblor apocalíptico que llamamos Campaña Electoral. Al sonar de las trompetas y al asomar de fotografías colgadas de los postes callejeros, se abrieron los permisos, el fútbol tuvo tribunas, los manifestantes fueron cuidados por la policía, los restaurantes servían tu bife hasta en la vereda, con una solemnidad que reíte de Martitegui, los picnics juveniles inventaron las banquinas de la ruta como recinto abierto de uso público y hasta con abusos que originaron denuncias por actitudes reñidas con la moral y las buenas costumbres; costumbres éstas que a los chicos les parecieron muy buenas. Y la campaña seguía. Por si fuera poco, los timbres de nuestra casa ya no eran del vecino que llamaba, era un candidato, otro y otro más, diciéndonos en la cara los que habíamos oído, visto y leído. Coincidían en algo: todos tenían una solución por la culpa que tuvo el otro. Pero éramos libres; ya las rutas no eran escondrijos de patrulleros ni el reloj un verdugo con el hacha levantada.
Al llegar finalmente las elecciones, asistimos al festejo de los que perdieron y a los conflictos entre los que ganaron; que el mango de la sartén continuaba en las mismas manos pero que se agazapaban los opositores para tomar su porción de poder. Le preguntaron cierta vez al millonario Nelson Rockefeller por qué teniendo tanto dinero había optado por la política; contestó: «Cuando uno tiene dinero, quiere más dinero; cuando uno tiene todo el dinero encuentra que mejor que eso es el poder». Por estos lados algo de dinero queda todavía para repartir, aunque también el poder parece repartido, en proporciones, extracciones, ideales y propósitos. Desde nuestro lugar como ciudadanos aportantes, observamos que algunos elegidos por obra de las listas sábanas dan muestras de enriquecer el vedetismo y ocupar un escaño desde donde ser protagonistas.
2021 ha sido una gran escuela. Este año nos ha enseñado el beneficio de acercarnos, de buscarnos entre todos para expresar lo que queremos. Hay escollos para superar, como por ejemplo la falta de autoridad, la que marca el ejemplo, la que une sin exclusiones, la que marca el rumbo sin caprichos.
El año 2021 nos recordó que el seno familiar es lo que cuenta como refugio y proyección; que la fe nos enciende y el amor nos proyecta; que Dios está presente con su don por excelencia: la libertad. También este año ha sido una escuela de solidaridad y el espectáculo del hambre nos reclama cada día. Un cambio de almanaque no significa nada más que un símbolo. A nuestro alrededor, alguien espera algo de nosotros. La necesidad de un semejante no es para nosotros un hecho punible, pero tampoco nos otorga impunidad.
Por: María Herminia Grande.
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