Poesía en movimiento

Por Oscar Martínez. “El caballo no ha de ser un esclavo que lleva a su amo, sino un bailarín que evoluciona y se desliza con él”, Hans-Heinrich Isenbart, periodista austríaco especializado en equitación.
Los expertos afirman que los ojos de los caballos reflejan sus sentimientos, su carácter, su inteligencia, la transparencia de su temperamento y la pureza de su raza. Pero verlos, siempre despiertan, al menos en mí, sentimientos fantásticos. Tal vez por ello, después de estar el sábado en el Hípico local presenciando la etapa del Concurso Regional de Saltos que se encuentra enmarcado dentro del calendario de la Federación Ecuestre Argentina, es que por la noche busqué The Horse Whisperer, el bestseller de Nicholas Evans, un libro que recomiendo. Es la historia de una niña y su caballo preferido afectados psicológicamente después de un trágico accidente, y la decisión de su madre al buscar a un “susurrador de caballos”. No les diré más que eso, que debería servir para motivarlos. Y si no tiene ganas de meterse en el mundo mágico de la lectura, de todos modos puede buscar la película que se llama del mismo modo y que tiene a una joven y bellísima Scarlett Johansson y a Robert Redford, que además es el director, en los papeles principales.
Entre el centro de la ciudad y el ingreso al country del Jockey Club hay unas 25 cuadras y no más de diez minutos, dependiendo del humor de los semáforos. Una de las escasas maravillas verdes que tiene Rafaela, un verdadero pulmón de vida, y un extraordinario club que desde hace un tiempo ha recuperado buena parte de su brillo. Y no se detiene. Pasando parte de la cancha de golf que da a la ruta 70, que se expande con nuevos hoyos hacia el sur, bordeando el club house, la pileta con su mítico trampolín y las canchas de tenis, entramos al club hípico que desborda actividad a pesar del frío de la mañana de domingo que espera por un baño de sol.
Una muchacha en breeches y botas de caña alta cruza la pista rumbo a los boxes. Lleva gorra de jockey y una fusta trenzada. De una cámara profesional se dispara un estallido de reflejos en el aire espeso por la humedad, que cruza la escena como en el momento elegido de un film. Al poco rato, la chica reaparece montando un hermoso caballo negro que resopla y patea mostrando que el también acaba de despertar. Al paso se acercan a la pista de arena oscura compactada, una avenida con obstáculos, vestida con sus mejores galas, por donde empieza a derramarse el momento de las definiciones.
Si se pretende brindar una explicación académica de lo que vamos a ver, se podrá decir que el salto es una disciplina dentro de la equitación que consiste en un acontecimiento sincronizado juzgado en la capacidad del caballo y del jinete, funcionando como un binomio, de saltar sobre una serie de obstáculos, en un orden dado y en un tiempo determinado. Esta disciplina es una de las más populares de los deportes ecuestres y la más usada por los jinetes de hoy en día. Además, es la más moderna especialidad del deporte ecuestre, que ha venido a convertir al deporte clásico de la equitación en un deporte espectáculo.
De algunos documentos se desprende que el nacimiento de los Concursos de Grand Prix a nivel mundial se produjo en París en 1866. En los Juegos Olímpicos de 1900, que se desarrollaron como parte de la Exposición Universal de esa ciudad, se incluyó la primera competición internacional de saltos ecuestres con tres pruebas individuales para jinetes, concurso de saltos, salto alto mixto y salto largo mixto. En 1906 los deportes ecuestres fueron propuestos para incorporarse de manera definitiva a los Juegos Olímpicos, hecho que ocurrió a partir de Estocolmo 1912.
A la pista entra un tractor que tira de un rectángulo de metal que se parece a una reja flexible, una suerte de barredor que tapa pozos y empareja el suelo, para tratar que los animales no sufran torceduras que lastimen sus ligamentos, una lesión fantasma que acecha en este tipo de superficie. El que maneja ese aparato rugiente que desentona con el ambiente natural y rompe el silencio, tiene la habilidad de Canapino sobre su Chevrolet de TC. Volantea hacia los ángulos más difíciles sin siquiera rozar las vallas, ni el tractor ni la reja. Apenas termina de salir, y mientras cinco peones vuelven a acomodar todo, incluidas las flores y los carteles publicitarios, con un sonido no muy claro se anuncia por los altavoces la entrada del primer binomio.
Camino hacia la tribuna de los tablones torcidos, pasando frente a una tienda de productos para la ocasión y me tiento a tocar varios de ellos atraídos por el olor intenso a cuero. Detrás del salón de tejas claras que termina en la torre de control hay una pista de entrenamiento, con arena tan oscura como la de la pista central, tan especial que se debe traer desde Córdoba, en donde unos cinco binomios se preparan esperando por ser llamados. Me detengo a un costado esperando por ver pasar a quienes están ahora en ejercicio. El sonido de los cascos sobre el piso, la respiración agitada del animal y el silencio de quienes siguen la escena genera un sonido de película.
Frente a la gente que se acerca lenta pero sin pausa a disfrutar de un domingo que se cerrará cuando las sombras comiencen a dominar, el espectáculo cobre forma. De pronto, una yegua se detiene como espantada negándose frente a una valla y el jinete le da su tiempo mientras la tranquiliza acariciándola entre la quijada y el mentón, casi recostado sobre las crines trenzadas. Luego la obliga a volver sobre sus pasos y el salto resulta perfecto al tiempo que suenan los aplausos. Simplemente el ejemplo práctico de la frase que acabo de leer en el costado de un carro. “La mitad de nuestros fracasos surgen cuando nos aferramos a nuestro caballo en lugar de animarlo a saltar”. Ni más ni menos que la vida misma.