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El rey espera su epinicio

El español arrasó a Casper Ruud, conquistó su 14º título de Roland Garros, su 22° trofeo de Grand Slam, y rompe con todos los récords. Pero fundamentalmente, ha demostrado que el poder de la fuerza de voluntad sumada al talento todo lo pueden. Y que ser un enorme deportista es mucho más que ganar trofeos.

06 de junio de 2022Redacción webRedacción web
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Por Oscar Martínez. En la antigua Grecia, a los vencedores de los Juegos (fueran los olímpicos, ístmicos, píticos o nemeos) se les obsequiaba, entre otras cosas, un poema. Se llamaba "epinicio" a esas composiciones, o sea, "a propósito de una victoria". El poeta celebraba al victorioso, de ese modo nos han llegado los nombres de aquellos atletas gracias a los escritores como Píndaro, por ejemplo. Era misión del poeta recordar que la victoria de alguien une su prestigio al de su familia y su ciudad y lo encarama a la Historia dentro de una cadena de hechos que existía antes de él y que seguiría existiendo tras él. Por eso, aquellas poesías hablaban del triunfo de uno, pero también de los mitos de la ciudad; celebraban la valía de la persona, pero también le recordaban su condición de ser humano. Eran versos de elogio en los que siempre aparecían perlas de sabiduría encaminadas a que nadie se creyera por encima de los demás. Así se explican frases como: "los triunfadores les parecen sabios incluso a sus conciudadanos" o como esa otra de: "la buena fortuna es el primer premio, la buena fama el segundo y quien tiene ambas ha ganado el mayor de todos". La poesía, como celebración de la excelencia, nunca se olvidó de recordarles a los triunfadores que seguían siendo humanos. Hoy nos cuesta trabajo incluso entender algo así. Mi generación, la primera que nació tras la llegada del televisor, ha crecido identificando a los victoriosos como héroes y haciendo de sus victorias la justificación de un nacionalismo algo barato.
Pero hoy quiero hablarles de Rafael Nadal. De un deportista que lleva 20 años compitiendo de manera profesional, solo, peleando cada punto, ganando o perdiendo, sin un mal gesto, siempre diciendo algo parecido a "la próxima vez lo haré mejor" o "esta vez él jugó mejor que yo, lo felicito". Respetando al adversario. No hay una sola foto de Rafa golpeando su raqueta, simplemente porque nunca lo hizo. "¿Qué culpa tienen ellas? El que se equivoca soy yo", respondió alguna vez. En 2004, antes de ganar siquiera el primero de sus 21 Grand Slam, empezó a batallar con su propio cuerpo, tan aliado de sus hazañas como enemigo de sus ilusiones. Aquella fractura por sobrecarga en el pie izquierdo lo llevó a terminar padeciendo la enfermedad de Muller-Weiss, una osteocondritis del hueso escafoides que es degenerativa y no tiene cura sino tratamiento. Entonces: Nadal ganó todos sus Majors al tiempo que libraba esta lucha con su lesión. Tampoco lo escuché quejarse de esto, ponerlo como excusa ante una derrota, ni siquiera cuando muchos pensábamos que el físico lo retiraría de las canchas antes de que el mismo lo decidiera, en todo caso respondió sobre sus dolencias frente a las preguntas de la prensa. Nada más. En 2015 pensé que se retiraba, y tal vez el mismo lo temió. Tanto que se tomó un respiro, buscó ayuda en Carlos Moyá, y refundó su carrera. 
Albert Ellis, el maravilloso psicoterapeuta cognitivo estadounidense, creador de la Teoría Racional Emotiva, vería todo su pensamiento reflejado en Nadal. Aseguraría que es posible ganar sin globalizar el yo, siendo una persona que juega al tenis antes que solo un tenista que se siente derrotado como persona si pierde un partido o demasiado importante si lo gana. Demostraría que es posible tener tolerancia a la frustración, aprender de los errores, saber perder para saber ganar porque es preferible ganar pero no se acaba el mundo, ni se es un miserable fracasado si se pierde, algo que en el deporte llega siempre si se permanece en activo el suficiente tiempo. Cualquiera que haya jugado alguna vez de manera competitiva sabe que a alto nivel las diferencias entre los competidores son mínimas y que una final puede decidirse en pequeños detalles. Sin dudas, Rafa merece un epinicio.
Son tantas las acciones que lo definen como los títulos que ha ganado. En 2003 ya era un chico extraordinario. Tenía 17 años. Lo recuerda Juan Pablo Varsky. "¿Cómo voy a perder un partido así?", se preguntaba a sí mismo, indignadísimo. El 11 de julio de aquel año, perdió 7-6 en el tercero contra el ecuatoriano Nicolás Lapentti por los cuartos de final de Bastad, Suecia. Desperdició cinco match points y no se lo perdonaba. Estuvo dos días reprochándose la derrota, a cada minuto. Se entrenaba en el gimnasio y seguía martillándose con el recuerdo. Mariano Zabaleta, ganador de aquel torneo ante Lapentti en la final, lo contó muchos años más tarde. "Lo explicaba una y otra vez, y te preguntaba qué pensabas", increíble. Apenas una semana antes, Roger Federer había ganado su primer Wimbledon. Pasó mucho tiempo para que volviera a definir en el tie break. Ocurrió en Madrid 2009 contra Djokovic en la semifinal, tras cuatro horas de lucha. Lo ganó y lo festejó como un título. Pero le costó carísimo. Perdió la final ante Federer, llegó exhausto a París, perdió con Soderling y cedió la corona. Apenas una semana después, Roger Federer ganó su primer Roland Garros.
"Los pilares del éxito de Nadal comienzan y terminan con su familia, así como los valores que le inculcaron", reconoce Manolo Poyán, comentarista español que ha seguido la carrera de Rafa desde que tenía 17 años, narrando muchos de sus partidos para la cadena Eurosport. "Le enseñaron a ser humilde, mostrar respeto y trabajar duro. Más allá de su talento, tiene más hambre de gloria que nadie que yo haya visto. Y la gente que dudaba de él le ha hecho más fuerte", dijo Poyan
Su tolerancia a la frustración, su rebeldía ante la adversidad, su tenacidad, su disciplina para respetar durante todo el partido la estrategia pensada en la previa o modificada durante el mismo, lo definen como el deportista profesional con mejor actitud que se ha visto. Es imposible encontrar otro con semejante mentalidad. En el deporte que sea. Dicen sus entrenadores que se prepara como ninguno y que no se permite licencias, que hasta es demasiado duro consigo mismo. "Soy el número 1 en el tenis, pero en las otras cosas de la vida no me siento más que nadie", les dice a sus amigos. "¡Motívame, Pico, no dejes que me caiga! Hagamos media hora más de saque, dale", relató Varsky que le pedía a Juan Mónaco durante sus días de entrenamiento juntos. 
Cuentan que es miedoso, que odia estar solo, que no le gustan los perros con apariencia brava ni la oscuridad. Sin embargo, el combate en los courts lo transforma en el competidor más granítico de la tierra. La mente de Nadal asfixia, somete, tritura; desploma hasta al más optimista. Tiene, además, la capacidad para plantarse frente a los errores. Los identifica pronto, los asume y los intenta corregir.
Sé que esta columna es parecida a la que hice tras su enorme victoria en la final del Abierto de Australia de este año, hace apenas cuatro meses. Pero, ¿qué puedo hacer si Rafa sigue escribiendo una historia jamás siquiera imaginada, a los 36 años, con sus virtudes intactas y su cuerpo cada vez más jaqueado por las lesiones? Desearía ser Homero para darle a estas líneas la épica que merece. En 2008 le entregaron el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Tal vez, lo más parecido a un epinicio de Píndaro aún sin laurel. Sin embargo, el gran premio de Rafa es la enseñanza que deja en quienes lo admiramos más allá de sus victorias. Las mismas que lo han convertido en el tenista mas ganador de todos los tiempos y tal vez, en el deportista más grande de la historia.

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