Forestello y el futbol injusto

Rubén Darío Forestello llegó a Atlético desde Venezuela con una extensa trayectoria sobre sus espaldas y el bien ganado mote de goleador. Y aunque al principio le costó, terminó por convertirse en ídolo de la gente a fuerza de goles que valieron victorias selladas con el primer e histórico ascenso a Primera. Pero la decisión de adoptar a Rafaela como su lugar en el mundo, su sufrimiento por el descenso posterior y su confeso amor por la camiseta, selló su paso al panteón de los dioses futboleros. A esto se sumó aquella etapa sucediendo a Carlos Trullet con el equipo en Primera División, peleando en desventaja por escaparle al descenso, cosa que finalmente consiguió con fundamentos futbolísticos que le valieron sellar una campaña de 50 puntos para la temporada. Desde entonces Yagui es un prócer de Atlético.

Pero como esto es fútbol, los Dioses no pueden mantenerse inmaculados si los resultados no los respaldan. Y en este caso no se trata solo de resultados sino, para mí fundamentalmente, de juego. Este proceso careció desde el primer partido de un estilo claro, que nos obligue a discutir si el equipo jugaba bien o mal. No lo pudimos hacer nunca porque no tuvimos claro en ningún partido cual era el esquema, para decirlo en términos tribuneros, a que jugaba el equipo. Esto se vio remarcado la noche del sábado en la derrota ante Quilmes. Pelotazos sin destino, defensores torpes pegándole a la pelota –y a veces también al rival- sin apoyar a un compañero, mediocampistas inexistentes y delanteros abandonados a la buena de Dios, esperando porque la ruleta del tiro de un botín apuntara a su humanidad. Y así no se puede contra nadie, aún ante un rival tan mediocre como Quilmes. La derrota selló un proceso que, lamentablemente, tenía título desde el inicio. Era la crónica de una muerte anunciada.

Ahora es el tiempo de que jueguen los dirigentes, que son los principales responsables de este fracaso futbolístico. Simplemente porque ellos eligieron al entrenador y trajeron a estos jugadores. Es la ley del fútbol que premia aciertos y condena fracasos en base a resultados. Pero como los dirigentes no se van por este tipo de desaciertos, tienen otra oportunidad. En mi criterio, aquí no se trata del nombre de quién vendrá. Se trata de hacer por fin un proyecto serio, que indudablemente requerirá de un tiempo para que dé resultados, y que debe comenzar desde la más baja de sus divisiones formativas. Toda la estructura futbolística del club debe ser revisada. Porque si es necesario traer 10 o 15 jugadores, a los que suele llamárselos refuerzos aunque pocas veces lo son, cada temporada, todo está mal. Muy mal.

Forestello es apasionado como pocos, llorón en serio, gritón desaforado, trabajador esforzado y motivador a ultranza, tanto que a veces uno teme que tanto fervor le cueste la vida. Pero esta vez se lo vio derrotado, y en un tipo de su valor personal, duele. Cuesta despedirlo. Ojala rápidamente encuentre nuevo trabajo y, fundamentalmente, se reencuentre consigo mismo. No me gusta este fútbol irrespetuoso de trayectorias y nombres, que descarta a los ganadores de ayer solo por no ganar hoy. Pero es la realidad. Son los entrenadores los comandantes de batalla, no los soldados, aunque sean estos las verdaderas estrellas en la guerra del fútbol por encima de sus órdenes. La gloria es siempre de ellos. Y como la derrota es huérfana, le bastó con un solo culpable. Forestello debió pagar por la caída. No es una injusticia. Solo es fútbol.