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Nosotros, los toros

Aunque las corridas taurinas sean un espectáculo singular y vergonzosamente español, su origen se remonta a los sangrientos juegos romanos y las crueles venationes en las que se mataban miles de animales para divertir a un público sediento de sangre. Pero su permanencia en la actualidad marca nuestro fracaso evolutivo como seres humanos.

Deportes - La Otra Mirada 17/01/2022 Redacción web Redacción web
torero

Por Oscar Martínez. "Porque conviene repetirlo, nada hay, no ya más tradicional, sino más tradicionalista que las corridas de toros. La tauromaquia es, de todas las bellas artes, la más ortodoxa, pues es la que mejor prepara al alma para la debida contemplación de las grandes verdades eternas de ultratumba, Es al fin, un espectáculo de muerte". "A la carta a un torero", Miguel de Unamuno, Bilbao, 29 de septiembre de 1864-Salamanca, 31 de diciembre de 1936. Escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98.
"Fuimos a ver una corrida de toros en Madrid. Tuvimos que quedarnos unos días más por un problema de pasajes, quisimos ver de qué se trataba, y lo hicimos. Me pareció horrendo el hecho en sí, pero todo el espectáculo tiene una magia, una puesta en escena y una singularidad que terminaron por atraparme", me dice una amiga ante mi asombro. "Me parece denigrante, no entiendo cómo una sociedad como la española no ha conseguido revelarse a una tradición tan sangrienta como injusta", respondo mientras intento escapar a una imagen que me persigue, la muerte de Máximo en la película Gladiator. Es tal vez la escena más fantástica del cine. Y la relaciono con las corridas. Pero ningún toro tiene la muerte épica del personaje de Russell Crowe, ninguno. "Yo también quería que gane el toro, pero solo en una corrida se dio, y fue porque el pobre animal se negó a embestir y tuvieron que retirarlo. Pero deberías vivir una tarde en una plaza para entender por qué digo que hay cosas que van mucho más allá de la muerte del toro", me responde como si se tratara de un desafío.
La idea quedó en mi cabeza. Y entonces busqué relatos de tarde de sangre y sol. Lo encontré en "La Plaza de las Mil Historias", el debut literario del pintor taurino Pepe Moreda, una colección de doce textos novelados, "algunos reales y otros de ficción", pero con un nexo en común, porque relata las anécdotas e historietas que pueden darse durante un día de corrida en una plaza cualquiera del mundo. En todos encontré la palabra arte. Pero arte es la creación, la construcción, algo que eleva el espíritu y da vida, jamás la quita. Hay muchos y reconocidos autores y artistas que se han visto fascinados por el toreo, pero eso tampoco es razón suficiente para considerarlo arte. Algunos de los que defienden las corridas dicen que el toreo enamora porque cambia la animalidad del toro, habla sobre lo trascendente de la muerte y proyecta en la lucha por la vida del toro la lucha del hombre por sobrevivir, con una belleza que lo hace trascender. Sea como sea, por mucho que a alguien le pueda gustar, la discusión se acaba rápido tras ver que si quitamos todas estas bellas palabras lo que nos queda es un animal torturado y asesinado. Nadie sensato aceptaría la muerte, y aún más, este tipo de muerte, en algún otro ámbito de la cultura.
Entonces busqué el libro de Álvaro Múnera, conocido como El Pilarico, un ex torero colombiano que tuvo una carrera taurina breve, entre los 12 y los 18 años, cuando sufrió una lesión medular completa con trauma craneoencefálico que lo dejó parapléjico tras un golpe del toro, y lo convirtió en crítico de la tauromaquia. "Se siente pura adrenalina y miedo, porque te enfrentas a un animal de 500 kilos con unos pitones larguísimos que te pueden matar. Pero ellos son inocentes porque todo el tiempo se están defendiendo de sus agresores. El toro no tiene afición por la corrida; es simplemente un animal al que llevan a un lugar extraño para él, lo sueltan, lo acosan, lo torturan y lo matan sin que él entienda por qué", relata Álvaro.
Los defensores de las corridas se aferran a la larga historia de un espectáculo que pudo sobrevivir a través de los Visigodos, el Califato de los Omeya, Alfonso X el sabio, el Renacimiento y los Austrias, para desembocar en un proceso de desarrollo y consolidación del ritual actual a partir del siglo XVIII y hasta nuestros días. Según cuenta Plinio el Viejo, en su Historia Natural, Julio César introdujo en los juegos circenses la lucha entre el toro y el matador armado con espada y escudo, además de la "corrida" de un toro a quien el caballero, desmontando, derribaba sujetándolo por los cuernos. Otra figura de aquella época, según Ovidio, fue el llamado Karpóforo, que obligaba al toro a embestir utilizando un pañuelo rojo. El sacrificio de toros también se incluía entre los ritos y costumbres que los romanos introdujeron en Hispania.
En Creta, además del relato de la mitología griega que cuenta las aventuras de Ariadna, hija del rey Minos, y Teseo, que mató al Minotauro, hay constancia de la celebración de juegos en la plaza de Cnossos, en cuyo palacio, conocido por el Laberinto, pueden verse frescos que muestran a hombres y mujeres en escenas de tauromaquia, guiados quizá por los mismos mitos y la ignorancia insensata que permite caracterizar a un pacífico animal como un monstruo o enemigo virtual, convirtiéndolo en víctima real de nuestro fracaso evolutivo como seres humanos.
Entonces no tuve alternativa. Retado por el énfasis de mi amiga y seducido por la mitología, que me atrapa, me enfrenté a mis propios prejuicios y decidí ver una corrida completa. Me pasó lo que a Hugo Asch, que en la saga ‘La península Ibérica contra Asch’, Madrid, junio 2002, reconoce que no pudo entender la fiesta que enamoró a Hemingway, y tituló su crónica Nosotros, los toros, en una clara demostración de qué lado estaba su corazón.
Debo reconocer que cuando terminó, me puse a llorar. Seguramente por el sufrimiento del animal empujado a una muerte dolorosa tras una agonía interminable. O tal vez por ver que la gente festejaba lo que a mí me parece un asesinato, un acto bestial y denigrante de la condición humana. O simplemente porque me siento identificado con el toro, es que también suelo ir ciego y feroz hacia el color, con cuerpo y alma, aunque al llegar no haya nada. Y aun así vuelvo, obstinado, pasional, tan estúpido. Insisto, aunque duela y sangre. Yo, como Asch, siento como el toro.
El torero ofrece y esconde. Su arte es el engaño. El toro es lo único noble en esa fiesta. Lo que lo impulsa es la verdad, lo que él cree que es verdad, lo que lo convencen que es verdad. El torero falsea y celebra. Cómplice con la multitud, juega, inventa. Se queda quieto, se deja rozar por la brutal pasión, se guarda. La grada festeja al señorito de las lentejuelas, los pompones y el chaleco color pastel. Su astucia, la inocencia de la bestia. Cuando el engaño destroza la carne, aparece la única verdad debajo del paño rojo: la espada. La estocada final. El toro muere en la nobleza y el torero vive en la ovación. Sale por la puerta grande, le arrojan flores. Un caballo arrastra el cuerpo del toro. La huella enorme rompe la simetría del círculo de arena. Relata Asch.
Vuelvo a leer, ahora algo de Fernando Savater. Explica el filósofo que el toro de lidia vive para morir. Y que debe hacerlo allí, en la plaza. Que eso lo dignifica. Lo pienso solo un segundo, tratando de dar lugar al entendimiento de las tradiciones, a la fiesta que se gesta en derredor de la plaza, en el brillo y el lujo de las vestimentas. Y también al negocio. Pero solo un instante de imagen del documental ‘Tauromaquia’ de Jaime Alekos destruye todo. La cámara se fija en el animal. Y es explícita. Hay primeros planos de borbotones, espasmos, metal afilado rompiendo la piel, atravesando las costillas, puntillas siendo clavadas y reclavadas, heridas en las que se hurga. Estertores. Vómitos de sangre, babas asfixiadas, heces y orines del miedo. Y sin embargo, lo que más impresiona son las miradas de desamparo del animal. Sus ojos. Sus ojos.
Si un día me dicen que el toro hará justicia con su engañador, iré a verlo. Y me dolerá menos. Lo juro.

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