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De escorpiones y cartas astrales

Opinión - Enfoques 04/09/2020 Redacción web Redacción web
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Por Vicente Massot. Era inevitable que el gobierno escalara el proceso de confrontación y —como natural consecuencia— se radicalizase de cara a los enemigos que ha elegido y demonizado con arreglo a una lógica binaria de buenos y malos. Si esa fue la estrategia que eligió en el año 2003, cuando le sobraban dólares, el viento de cola de la economía mundial le daba un generoso margen de maniobra, la opinión pública lo acompañaba sin desmayos, tenía mayorías holgadas en ambas cámaras del Congreso Nacional y la soja legitimaba la práctica de gastar con bolsillo de payaso, cómo sorprenderse de que ahora —en circunstancias mucho menos auspiciosas, reedite el Vamos por todo apenas ocho meses después de haberse instalado Alberto Fernández en la Casa Rosada.

Entonces no existía la necesidad de llevarse el mundo por delante ni de recusar cualquier intento de negociación en aras de la confrontación perpetua. A Néstor Kirchner no le importó. Decidió pasar sobre sus opugnadores como alambre caído. Hoy, comparada con la de trece años atrás, la situación es dramática por donde se la analice pero —fiel a su impronta— el kirchnerismo repite el libreto con mayor virulencia. Con buen o con mal tiempo, su manera de proceder es siempre la misma.

Asombrarse, pues, o rasgarse las vestiduras en atención a las formas de moverse en la arena pública que transparenta la actual administración, revela un peligroso desconocimiento del adversario. Mientras Patricia Bullrich, Alfredo Cornejo, Mario Negri y Miguel Ángel Pichetto —para citar a los más destacados de uno de los grupos que coexisten dentro de la mayor fuerza opositora— no se llaman a engaño al respecto, y no dejan pasar la oportunidad para resaltar las diferencias irremontables que los separan del populismo criollo, Horacio Rodríguez Larreta, Federico Pinedo, Martín Lousteau y María Eugenia Vidal no terminan de darse cuenta de la naturaleza del problema. Y si están percatados, lo disimulan muy bien. El documento que ha sido redactado en las usinas intelectuales de Cambiemos y que —según trascendidos— le será entregado al oficialismo con el propósito de fijar un punto de partida consensuado, una vez pasada la cuarentena, es un ejemplo superlativo de lo dicho. Curioso que, a esta altura del partido, alguien pueda creer que una movida por el estilo sirva de algo.

Si se pasa revista a las decisiones más relevantes de la dupla de los Fernández, hay algo que enseguida salta a la vista. No se requiere demasiado ingenio para descubrirlo ni es menester acreditar competencia académica a los efectos de detectarlo tanto en la política económica como en los programas sociales, en el manejo de las relaciones exteriores, en la relación con la Justicia y con las fuerzas de seguridad. En todos los espacios públicos en los cuales el Gobierno interviene, lo hace a instancias de unos pujos hegemónicos indisimulables. Actúa con la idea fija de que debe, antes de dar explicaciones, pisar la cabeza de su enemigo. Escuchar a la familia Vicentín o a Eduardo Casal, es cosa impensable. Llamarlos a los jueces federales Bruglia, Castelli y Bertuzzi para que expliquen sus razones, carece de sentido. Atender el reclamo de las poblaciones de Villa Mascardi frente a la agresión manifiesta de una indiada subversiva, no es pertinente. Primero hay que embestir a como dé lugar. Y si acaso después de consumada la operación correspondiese, por una cuestión de formas, protestar el respeto a las instituciones previamente avasalladas, el kirchnerismo lo hará como la cosa más natural del mundo.

La radicalización a la que asistimos y de la cual apenas hemos visto la punta del iceberg, resulta más agresiva que la desenvuelta por el matrimonio patagónico a principios de 2003 en razón de las dificultades que enfrentan Alberto y Cristina Fernández. Sin plan y sin demasiadas ideas —fuera de las clásicas implementadas por los regímenes populistas en distintos momentos de nuestra historia— el Frente de Todos sabe que distraer a la parte de la ciudadanía que le sigue siendo fiel, es una tarea impostergable. Inventar complots militares, acusar a las empresas multinacionales y sus aliados internos de nuestros males y distinguir entre patriotas y vendepatrias, envolviéndose en los pliegues de la bandera nacional, no resulta un fenómeno novedoso en estas tierras. Es el recurso del que se han valido aquellos gobiernos que no supieron o que no pudieron sobrellevar una situación de catástrofe. En esto el kirchnerismo no inventó mucho. Eso sí, lo ha llevado a topes desconocidos.

Cuanto más sean las malas noticias que no puedan maquillarse en el ámbito económico y en el plano sanitario, la confrontación dinamizada desde la Casa Rosada y el Instituto Patria, de común acuerdo, crecerá en intensidad. Como el oficialismo se equivocó a la hora de fijar una cuarentena estricta antes de lo aconsejable y perdió un tiempo precioso al no haber testeado en la escala que correspondía, descubre ahora con temor la peor cara de la peste. Si al número de contagiados —que no para de acrecentarse— se le sumase un índice de muertos semejante, el escenario que en su momento Alberto Fernández en Olivos pintaba color de rosa, se habrá transformado en negro. Ello sin contar las consecuencias sociales que un manejo desatinado de la cuarentena ha generado.

Basta considerar cuál ha sido la reacción gubernamental en medio de la pandemia para caer en la cuenta de que, en su estrategia, la radicalización tiene asignada un papel central. No es el camino venezolano el que desean transitar las autoridades nacionales ni tampoco sueñan con imitar en el Plata cuanto Fidel Castro desarrolló en Cuba. Les encanta a sus acólitos declarase admiradores del Che y no les disgustan los tópicos socialistas, a condición de no poner nada de ese credo en ejecución. Lo suyo es un autoritarismo electivo.

Avanzan sobre las libertades con arreglo al principio de que ganaron las elecciones y ello los faculta para moldear a gusto el país que anhelan. Ejemplos sobran: mientras el titular de la UIF pone de patitas en la calle a quienes formaron parte de los equipos de trabajo que analizaron las posibles vinculaciones del kirchnerismo con la corrupción privada y en la AFIP hacen otro tanto, los pliegos de los futuros jueces que el Poder Ejecutivo envió al Senado nacional para su aprobación privilegian a los simpatizantes de Justicia Legítima en desmedro de quienes habían ganado los concursos correspondientes.

Alberto Fernández habla más de la cuenta y cree saber lo que en realidad ignora. Ha perdido el sentido del ridículo —lo de la carta astral da vergüenza ajena— y ni siquiera es capaz de salvar las apariencias de su honestidad. De lo contrario, por qué negarse a declarar ante la Oficina Anticorrupción, como lo hizo. ¿Acaso haber sido lobbysta de Cristóbal López y haber figurado en el pay roll de la familia Eskenazi lo incomoda? Cualquiera que sea el deterioro del Presidente y aunque no tenga pasta para honrar las predicciones de su oráculo particular —que se halla destinado a reconstruir un país desde las cenizas—, sabe perfectamente bien la dimensión de la crisis presente. Sobre el particular, y más allá de los discursitos del Jefe de Gabinete y del titular de la cartera de Hacienda haciéndonos creer que la reactivación ya comenzó, de puertas para adentro de la Casa Rosada nadie ignora la gravedad de la situación.

¿Qué hacer ante unos problemas sin solución en el corto plazo? Una respuesta sería llegar a determinados acuerdos con los partidos opositores acerca de ciertas políticas públicas esenciales. Sin embargo, nada hay más lejos de las cabezas del presidente y de la vice que una salida conciliadora. Lo que pasó ayer en la Cámara de Diputados no deja lugar a dudas. La beligerancia escalará y ello abre una incógnita que nadie está en condiciones hoy de despejar. Es la siguiente: como el kirchnerismo nunca ha sabido dónde detenerse, podría chocar con la realidad y ello generar una crisis de gobernabilidad. En el horizonte no se recorta la sombra de un golpe militar. Comienza a cobrar cuerpo un escenario anárquico donde la violencia —tarde o temprano— se privatizará.

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