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¿Sabemos hacia dónde vamos?

Por Rogelio Alaníz.

Opinión - Enfoques 03/04/2021 Redacción Redacción
Griet

I
La historia nos ha brindado la oportunidad de presenciar la gestión de un gobierno que se jacta de su condición de populista, cuando sus balance social produce resultados cada vez más parecidos a lo que habitualmente ellos le suelen atribuir a las detestables e insensibles gestiones neoliberales. Y la verdad sea dicha, resulta un tanto extravagante observar un balance populista con un 42 por ciento de pobreza, un 11 por ciento de desempleo, un 10 por ciento de indigencia y con un PBI que cayó alrededor de 10 puntos. Un mérito desde el punto de vista de la decisiva teoría del poder hay que reconocerle al actual gobierno peronista: en el escenario social más desfavorable y en el contexto de una pandemia que más allá del debate entre agnósticos y creyentes, existe, el peronismo logra ser aquello que hay motivos para sospechar se propuso ser desde su origen: el partido del orden. ¿O alguien por ventura se imagina qué sería hoy de la Argentina si el gobierno no fuera peronista?

II
El balance social es deplorable y el balance institucional es atemorizante. Sin embargo el país está lo que se dice tranquilo. No hay estallidos sociales, no hay piquetes, no hay asaltos a supermercados. Hay resignación y hay miedo. Una oposición social empecinada está en la calle, en las redes y en los medios, pero si bien hasta el momento esta oposición ha sido capaz de poner límites a los desbordes autoritarios del gobierno, no estoy tan seguro de que haya logrado presentarse como una alternativa real de poder. Y es que en las actuales sociedades de masas se hace muy difícil ser una alternativa del poder si además del apoyo popular –siempre veleidoso y cambiante- no se dispone del control o de una influencia importante de las instituciones de la sociedad civil que regulan el conflicto social. Y al respecto no hay que llamarse a engaño: la ventaja que el peronismo le saca a la oposición no es tanto en votos (el peronismo en las urnas es fuerte pero ha sido derrotado más de una vez) como en el control de sindicatos, movimientos sociales y las diferente corporaciones representativas de lo que alguna vez un sociólogo denominó “intereses permanentes”, es decir, intereses que no necesariamente deban legitimarse con el voto popular.

III
La pobreza y la indigencia crecen, pero no necesariamente ese escenario se traduce en rebeldía social o en una oposición política más consistente. Es más, en alguna ocasiones mayor pobreza genera más desánimo, más resignación y por lo tanto más posibilidades de control social. Si a la pobreza se le suma el miedo, el miedo a la miseria, el miedo al hambre, el miedo a la inseguridad, el miedo a la pandemia, pueden crearse condiciones ideales para reforzar las tendencias autoritarias del gobierno. Hablo de posibilidades, no de certezas absolutas. El peronismo es poderoso, pero no puede derrotar la ley de la gravedad o convencernos a todos de que debemos resignarnos a un destino muy parecido al de Venezuela, destino que, dicho sea de paso, es al que aspiran los principales dirigentes del actual gobierno. ¿Es tan así? Por lo menos es lo que dicen y en más de un caso hacen. Una de las fuerzas políticas más importantes del país simpatiza con un orden político que la otra mitad de los argentinos detesta. A eso lo podemos designar con el nombre de grieta, conflicto, contradicción, pero más allá de la palabra, lo cierto es que algo grave pasa en una nación cuando las diferencias acerca de las condiciones ideales para convivir son tan antagónicas.

IV
El peronismo es el partido del orden, pero no quiere decir que lo vaya a ser para siempre. Es más, sería deseable que no lo sea porque la democracias siempre estarán en peligro cuando el orden dependa de una sola fracción política. Si bien en la actualidad el orden que asegura el peronismo es evidente, no está dicho que mañana lo vaya a ser con la misma eficacia, a lo que habría que observar un “detalle” políticamente decisivo: no todo orden es deseable y no todo orden es sinónimo de salud institucional para una nación. Asimismo, el peronismo será el partido del orden, pero ello no alcanza para silenciar una oposición aguerrida que le disputa el poder palmo a palmo, una oposición con diversos tonos, con diversos intereses pero unida en el rechazo al populismo, un rechazo matizado pero intenso. 

V
Si en un punto oficialismo y oposición parecen estar de acuerdo, aunque no lo reconozcan, es que la situación social es deplorable cuando no ruinosa. El oficialismo dirá que la oposición y particularmente el gobierno de Macri es el responsable de esta realidad, mientras que para la oposición no hay dudas de que el peronismo es el responsable de este fracaso, sin que ello impida que algunos de esos opositores consideren que en realidad el peronismo es el responsable del fracaso de la nación desde que llegó al poder en 1945 y su versión 2021 no es más que una fase de ese experimento ruinoso. Para discutirlo por supuesto, pero lo que está en claro en todas las circunstancias, más allá de las imputaciones que se hagan los contendientes, es que las diferencias no son menores, variaciones legítimas de un orden pluralista. Por el contrario, son antagónicas y en algún punto irreductibles. ¿Cómo convivir en una nación en semejante condiciones? En España este dilema lo resolvieron o intentaron resolverlo por la vía más detestable y dolorosa: la guerra civil. Y no vayan a creer que esa guerra alguien la deseó racionalmente. Un sociólogo probó, por ejemplo, que individualmente la inmensa mayoría de los españoles no querían la guerra civil. Pero hicieron todo lo posible para que en cierto momento empiecen a matarse los unos a los otros en nombre de valores que consideraban sagrados. Para que España exista, era necesario que una mitad de España desaparezca: física o políticamente. Debía haber vencedores y vencidos. Y esa derrota o victoria no se obtenía en las urnas sino con las armas. Dejaron de contar votos y empezaron a contar muertos.   

VI
No necesito decir que no deseo ese destino para mi país. Advierto asimismo que estamos lejos de un desenlace de esas características, pero estimo que no es innecesario tenerlo presente. A ningún viajero se le aconseja que se detenga en el borde del abismo. Lejos o cerca, por lo pronto las disidencias en la Argentina son cada vez más profundas. Y además así se manifiestan ¿Cuál es el límite? Sentarse a dialogar. Fácil decirlo, difícil hacerlo. La imagen que los contendientes tienen de la nación posible o deseable lo impide. A ello se le suma un dato importante: cada una de las partes le atribuye a la otra la responsabilidad de todas las desgracias que nos han ocurrido y que nos acechan. Agrego que en más de un caso las diferencias políticas incluyen diferencias personales, diferencias que incluyen estilos de vida, modos de vivir lo cotidiano, diferencias que incluyen rechazos radicales. Cuando estas contradicciones se presentan en la historia de una nación, todas las esperanzas se depositan en reclamar la intervención de los moderados de un lado y del otro. El sentido común nos enseña que es la solución más razonable, pero la historia de las naciones no siempre se teje con la urdimbre del sentido común. Bienvenidos los moderados, ¿pero qué ocurre cuando el nivel de conflictividad social reduce a la nada o a la esterilidad el espacio de los moderados, cuando no los confunde con cómplices de una de las partes? Y sin embargo, si queremos vivir en democracia la apuesta por la moderación es indispensable. La democracia admite el conflicto y lo necesita, pero no hay democracia sin un talante moderado, sin la presunción de que aunque las diferencias sean irreductibles siempre queda la posibilidad de por lo menos soportarnos. Ahora bien, para que ello sea posible, para que la convivencia, incluido el esfuerzo por soportarnos a pesar de todo, sea una realidad, es indispensable que el primer paso a favor de la moderación lo dé quien gobierna. Y lo debe dar, porque el poder que ejerce es en primer lugar una responsabilidad. 

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