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“La misericordia es lo central de la pasión, la muerte y la resurrección”

Así destacó el obispo Fernández, quien presidió la ceremonia ayer en la Catedral. El Domingo de Ramos tiene dos momentos: uno de alegría y fiesta con la participación del pueblo, y el restante con la pasión del Señor. “Nosotros podemos meditar y contemplar para sacar tantas cosas para la vida, muchas que nos avergüenzan”, agregó.

Culto Católico 28/03/2021 Redacción web Redacción web
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El obispo de la diócesis de la diócesis de Rafaela Luis Fernández presidió la tradicional ceremonia del Domingo de Ramos ayer a las 11 horas en la Catedral San Rafael, siendo concelebrada por el sacerdote español Faustino Torralbo.
A diferencia de otros años, no se realizó la ceremonia en la plaza 25 de Mayo ni tampoco la procesión hasta el templo por la pandemia; la asistencia de fieles sigue limitada, actualmente de 80 personas. A continuación compartimos la homilía:
Con el Domingo de Ramos damos comienzo a la Semana Santa, la más importante de la vida cristiana, ya que “actualiza” los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Los gestos y signos que vivimos en este Domingo de Ramos, así como el Jueves Santo, el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección, están tomados de los evangelios y de la tradición que Egeria, mujer cristiana de España, en el siglo IV, visitando Jerusalén en la Pascua, veía con asombro esta tradición con que celebraban los primeros cristianos la Pascua, y que con el tiempo fue recogido por la tradición litúrgica de Roma, que participamos hoy nosotros después de tantos siglos.
El Domingo de Ramos pone nuestra atención en dos momentos: uno de alegría y fiesta con la participación de todo el pueblo, como fue en Jerusalén por el deseo de Jesús que envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “´vayan al pueblo que está enfrente y al entrar encontraran un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo´…pusieron mantos sobre el burro y Jesús se montó. Muchos extendían sus mantos, sobre el camino, otros lo cubrían con ramas que cortaban en el campo, los que iban delante y los que seguían a Jesús, gritaban: Bendito sea el Reino que ya viene, el reino de nuestro padre David, ¡Hosanna en las alturas!”.
Hoy la Iglesia, después de 2000 años, repite el gesto, haciéndolo “presencia”. Es el encuentro del pueblo con Jesús, a quien reconoce como su “rey y Señor”, en un clima de regocijo festivo. Dios y el hombre se reconcilian, se encuentran, se saben amigos y la alegría se hace tan intensa que se vive la “experiencia de algo para siempre”. El signo es muy fuerte porque el poder de Dios se manifiesta en lo pobre y humilde, sencillo y accesible para todos, ancianos y niños, mujeres y hombres todos, tienen cabida en la fiesta eterna del Dios de la vida. Jesús como Dios se presenta, no con el poder de la grandiosidad y omnipotencia, escondiéndola celosamente al hombre, se manifiesta naturalmente como lo que es: humilde, manso, lleno de ternura, siempre abajándose, porque su gloria es que el “hombre viva”; por eso es servidor, haciéndose semejante a cada uno de nosotros y aceptando la muerte, que es camino de salvación para toda la humanidad.
El segundo aspecto de este Domingo de Ramos tiene su origen en la lectura bíblica de la pasión del Señor, que se va a vivir durante toda la Semana Santa y que nosotros podemos meditar y contemplar para sacar tantas cosas para la vida, muchas que nos avergüenzan y nos ponen de frente a la realidad de nuestra vida pecadora, alejada de Dios: como cuando usamos la “astucia de los sumos sacerdotes y escribas” del evangelio para denigrar, difamar o acusar al inocente, o cuando nos presentamos como “corderos” ante los demás y resulta que difamamos a la gente que quiere ayudar o dar una mano para el bien de los demás.
Pecamos como Judas, el que entregó a Jesús por dinero, alegrando a los que viven de los demás, mientras otros atropelladores se imponen con violencia al no estar de acuerdo con tal cultura o manera de ser. Pecamos cuando nos escandalizamos y permanecemos callados por seguir a Jesús, no entendiendo muchas cosas de la vida, optamos por la indiferencia y falta de compromiso. Se peca cuando se traiciona una opción dada para toda la vida, cuando se pone en juego la fidelidad o perdemos la honestidad a la palabra dada, a la verdad que no podemos ignorar, cuando abandonamos a Dios, nos olvidamos o prescindimos, no cuidando y haciendo crecer la espiritualidad.
Nos alejamos de las cosas santas cuando no tomamos en serio la vida de Dios, su palabra, sus enseñanzas y sus obras de amar al prójimo, ayudar a los más pobres y necesitados, dando una mano en los comedores, sacando niños de la calle. Cuando no terminamos de creer en Dios, sobre todo cuando vienen momentos difíciles de la vida.
Queridos hermanos, así como en la pasión de Cristo podemos palpar concretamente el pecado, al ver a Jesús sufrir lo que ningún ser humano ha sufrido, por la injusticia de tantos personajes de su pasión como, Judas Iscariote, los discípulos que lo abandonaron, los sacerdotes y escribas de la ley, Poncio Pilato y hasta el mismo pueblo que prefirió a Barrabas antes que a Jesús, no dudamos que lo más central de la pasión, muerte y resurrección del Señor, es su misericordia, capaz de entregar la vida por amor a todos, para que toda la humanidad sea verdadera hija de Dios.
La misericordia expresada en su compasión por nosotros al darnos una mano y ayudarnos en las fatigas de la vida, alentándonos, haciendo su palabra cercana y comprensible, ofreciéndose para que no quedemos confundidos en el sentido de la vida, aguantó todo por nosotros, para que no nos sintiéramos defraudados ante el mal, y las angustias de la vida no nos molesten y pasemos desde nuestra vulnerabilidad a ser el centro de la vida.
El vino para quedarse y poner su morada en medio nuestro, sin sentirlo un extraño, ha hecho que el mundo, la historia sea su y nuestra casa, nos ha puesto la mesa y nos ha dejado la eucaristía como alimento que quita las penas, devuelve la alegría y nos abre a la eternidad. Nos ha enseñado y dejado la oración que serena nuestras vidas y nos ayuda a vivir como hermanos, motiva nuestro arrepentimiento que nos trae el reconocimiento de nuestras culpas pero sobre todo la alegría del perdón.
Escucho en silencio y con serena paciencia la sentencia y condenación del pueblo que pedía la crucifixión, compartió la cruz con Simón de Cirene, consoló a las mujeres que lloraban y en el extremo de su entrega nos dejó a su madre la Virgen.
Comencemos a vivir la Semana Santa que nos conducirá a la resurrección, la pascua de Jesús.

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