El derecho a no tener miedo

Por Oscar Martínez. Muchos lo hemos sufrido de una u otra manera, o nos enteramos que le ocurrió a algún amigo o familiar, y si no es así, seguramente lo conocemos a diario por televisión, la radio o los diarios. Los hechos de violencia e inseguridad son cada vez más frecuentes. En todo el país, incluida Rafaela. Nos hemos convertido en una sociedad que vive con miedo. Tenemos alarmas monitoreadas, rejas, puertas reforzadas, púas sobre los tapiales cada vez más altos, vidrios antivandálicos, y antes de salir o entrar a casa miramos varias veces la calle, evitamos algunas zonas en determinados horarios y volvemos a casa cada vez más temprano, más allá de lo que nos obliga a hacer este estado de pandemia. Son muchos los que compran armas u otros elementos para defensa personal y a diario nos enteramos de alguien que ha matado en defensa propia. Son síntomas de un desquicio social derivado de la ausencia, la corrupción y la ineficacia estatales. La inseguridad nos ha robado la tranquilidad ciudadana; nos ha arrebatado el sosiego y la calma. Por supuesto, nos ha quitado libertad, espontaneidad y hasta sociabilidad. Esto nos ha convertido en una sociedad asustada y fragmentada, y hasta corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad paranoica. La Cleptofobia (miedo a los robos) ya no es una rareza.

Del horror de la Segunda Guerra Mundial surgió la bella utopía de la Declaración de los Derechos del Hombre. Setenta años después, la Argentina todavía no ha hecho de ello una cultura. Peor aún, estos tiempos modernos no solo han invalidado el más humano de los derechos: el trabajo, sino que al diseñar una sociedad de excluidos le dieron forma a otras necesidades y, por ello, a otros derechos. Uno de ellos es el derecho a vivir sin miedo, ese espasmo que nos reduce a bestias que ven sistemáticamente al otro como a un animal que nos amenaza. ¿Hay acaso algo más primitivo que el temor?

En la sociedad actual los temores corren sueltos: temor al virus, a perder el trabajo, a las determinaciones del gobierno, a la inseguridad y, en esta última, a los robos y hasta a la policía. Es que la realidad nos muestra que no creemos en la justicia porque quienes habitamos este país no tenemos nada más seguro que nuestra propia inseguridad. Pero que no creamos no es responsabilidad nuestra, sino de quienes deben velar porque todo ese andamiaje funcione. Pero este gobierno solo parece preocupado en que le aseguren impunidad. Entonces, los encargados de darnos tranquilidad nos intimidan con su accionar y nos sentimos como cuando nos cruzábamos con militares en oscuros tiempos pasados.

Es cierto que la violencia urbana no es patrimonio exclusivo de nuestro país ni su explicación puede reducirse a interpretarla como una consecuencia de la pobreza. Pero a problemas iguales las soluciones son diferentes. Por eso, nada revela más el estado democrático de una sociedad que la forma en que debate el tema de la inseguridad. El problema es de tal gravedad y seriedad que no puede reducirse la violencia a una disputa entre derechos civiles y mano dura. Nuestro país, hoy, recuerda al Brasil del inicio de los ’80. La misma miseria creciente y los crímenes que se multiplican junto con los adolescentes-ladrones que matan con la inconsciencia del juego y cargan con la ira popular.

A pesar de todo, hay una sociedad civilizada que ha desechado la lógica tribal de que una muerte se soluciona con más muertes, y clama en las calles por paz, el más civilizado de los anhelos humanos, y por seguridad. Para poder ejercer fuertemente el derecho a vivir sin miedo.