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Por qué Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo impulsaron la caída de Isabel Perón

Hace 45 años, el golpe de Estado y la dictadura de Videla fueron recibidos con entusiasmo por la guerrilla en su lucha por la revolución socialista. La trastienda y la estrategia de las guerrillas en la antesala del 24 de marzo de 1976

Opinión 24/03/2021 Redacción web Redacción web
Isabel

Aunque hoy sea difícil de creer, los grupos guerrilleros combatieron al gobierno constitucional de la presidenta Isabel Perón y, de esa manera, conscientemente, favorecieron el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que, hace cuarenta y cinco años, inauguró la dictadura más sangrienta de la historia.

Ésa fue la estrategia tanto de Montoneros -la guerrilla de origen peronista- como del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y también de las diversas siglas armadas de los 70, según explico en mi último libro Los 70, la década que siempre vuelve. En parte por la violencia desatada por esos grupos armados, ya en septiembre de 1975 el gobierno peronista estaba exhausto, al borde del golpe de Estado. Durante varios meses, la caída de Isabelita fue el tema principal en los cafés, la radio y los diarios.

Vistas las cosas desde la perspectiva de las guerrillas, la Revolución estaba al alcance de la mano y la violencia era el instrumento más adecuado para acelerar la llegada al paraíso socialista. En el lenguaje de la época, la violencia era la partera de la historia y el golpe del que tanto se hablaba no haría más que “acelerar las contradicciones” (el enfrentamiento) entre el Ejército y sus mandantes -el imperialismo yanqui y la oligarquía criolla- por un lado, y el pueblo y sus verdaderos representantes, la guerrilla, por el otro.

La Presidenta tampoco se ayudaba mucho. Ya había tenido que aceptar como nuevo jefe del Ejército a un general que no le despertaba ninguna confianza, Jorge Rafael Videla, que dos años antes no quiso representar al Ejército en la comitiva que trajo de regreso al país al general Juan Perón. En realidad, la viuda de Perón comenzó a caer antes, el 11 de julio de 1975, cuando tuvo que desprenderse del hombre fuerte de su gobierno, su secretario privado y ministro de Bienestar Social, José López Rega, El Brujo o Lopecito.

No le quedó otra salida luego del fracaso del drástico plan de ajuste de la economía lanzado a principios de julio, conocido como el “Rodrigazo” por el apellido del efímero ministro Celestino Rodrigo, que respondía al poderoso Lopecito. El plan preveía una devaluación del 160 por ciento para el dólar comercial y del ciento por ciento para el dólar financiero, entre otras medidas. El impacto en el bolsillo de la gente fue dramático: la nafta subió el 172,7 por ciento; el transporte, el ciento por ciento; la leche, el 65 por ciento; los medicamentos, el 70 por ciento, y se licuaron los ahorros en los bancos.

Los sindicatos, encabezados por el metalúrgico Lorenzo Miguel y el textil Casildo Herrera, protestaron con movilizaciones en varias ciudades, que desembocaron en una huelga general de dos días, inédita para una gestión peronista, y fueron a la Plaza de Mayo a pedir la cabeza de López Rega. Resultó una derrota decisiva para ella. Un persistente cuadro de depresión, insomnio, cansancio y disturbios gastrointestinales la mantuvo en la residencia de Olivos durante largos periodos en los que permanecía en la cama. Las reuniones de gabinete se hacían en su dormitorio.

El país parecía a la deriva, sin un vértice que supiera qué hacer.

Lapidario, aunque exacto, fue el cable confidencial del 10 de septiembre de 1975 en el que el embajador Robert Hill informó al gobierno de Estados Unidos que “el poder político real no reside más en la Presidenta. A esta altura, si se queda como Presidenta o no es una cuestión casi de interés académico. Hay un vacío de poder en el centro y no será ella quien lo llene. El problema, sin embargo, es que la señora de Perón puede no darse cuenta de que el juego está terminado”.

Curiosamente, la evaluación de Montoneros coincidía con la del embajador Hill, al que vinculaba con la CIA, la central de inteligencia de Estados Unidos, y sus movidas golpistas en la región. También para ellos el gobierno de la viuda de Perón estaba acabado. No solo eso: los montoneros se pusieron contentos con el infortunio de Isabelita porque en aquel momento tenían como “objetivo político principal el deterioro del gobierno de Isabel Martínez”, que, un año después del retorno a la lucha armada -o “a la resistencia”, según ellos—, “se ha cumplido”. ¿Por qué querían que a la viuda del General le fuera mal? Para “impedir que el imperialismo pueda estabilizar su política bajo una cobertura peronista, con la secuela de confusión desorganizada de masas que eso hubiera acarreado”.

Todo eso lo escribieron luego, en un curso de formación lanzado en el exilio en 1977, en homenaje a Julio Roqué, el matador del líder sindical José Ignacio Rucci, en 1973. Matar y morir: el jefe guerrillero había muerto en Haedo, en el Gran Buenos Aires, donde tomó la pastilla de cianuro que ya llevaban encima los montoneros para evitar que los capturaran vivos, y luego de resistir él solo durante varias horas el asedio de un pelotón de la Marina.

Pero el fracaso del gobierno peronista en 1975 no estaba siendo aprovechado por ellos sino por los militares, como admitieron en la cuarta clase de aquel curso teórico y práctico: “No es aún el pueblo organizado el que avanza sobre el poder político sino las Fuerzas Armadas, que, ante el fracaso del gobierno, se conciben como la única fuerza política y militar capaz de aniquilar a la subversión y superar la crisis económica”. Por ese motivo deducían el futuro más probable: “La agudización de la lucha armada y, a nivel de poder del Estado, el avance militar directo”, el golpe de Estado.

En octubre de 1975, Mario Eduardo Firmenich, “Pepe”, y la cúpula guerrillera tenían información calificada y estaban convencidos de que el golpe se daría en marzo de 1976, pero no hicieron nada para impedirlo. Al contrario, el derrocamiento de Isabel Perón era visto con entusiasmo militante; creían dos cosas: que la revolución socialista y la liberación nacional se definirían en un choque militar con las Fuerzas Armadas que sería largo y cruento, una “guerra nacional, popular y prolongada”; y que caído el gobierno de Isabelita, el ajuste económico y la represión militar posteriores al golpe de Estado harían que el pueblo se pusiera del lado de los montoneros, que portaban la ideología correcta, el socialismo, y defendían los intereses de los trabajadores.

Además, el 5 de octubre de 1975, cuando debutó el llamado Ejército Montonero en el ataque a un cuartel en Formosa para enfrentar al “ejército opresor, gorila”, hacía casi dos años que Firmenich sostenía que el golpe militar era inevitable y que, si bien la guerrilla no tendría la fuerza suficiente para impedirlo, podría emprender sí una resistencia gloriosa que derivaría luego en una contraofensiva victoriosa.

Firmenich confiaba en una dialéctica -ofensiva militar, resistencia guerrillera y contraofensiva montonera- que sonaba muy bien entre los guerrilleros peronistas convertidos al marxismo. En 1977, un año después del golpe, se encontró por casualidad con el escritor y periodista Gabriel García Márquez en un vuelo, “a diez mil metros de altura y en mitad del océano Atlántico”, según describió el Nobel. Firmenich tenía 28 años y a García Márquez le impresionó como “un gato enorme”, con “una gran lucidez política” aunque “fundamentalmente un guerrero”.

García Márquez aprovechó para hacerle una entrevista en la que Firmenich le dijo: “Desde octubre de 1975, bajo el gobierno de Isabel Perón, nosotros sabíamos que se gestaba un golpe militar para marzo del año siguiente. No tratamos de impedirlo porque al fin y al cabo formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista. Pero hicimos nuestros cálculos de guerra y nos preparamos para sufrir mil quinientas bajas en el primer año. Si no eran mayores, estaríamos seguros de haber ganado. Pues bien: no han sido mayores. En cambio, la dictadura está agotada, sin salida, y nosotros tenemos un gran prestigio entre las masas y somos una opción segura para el futuro inmediato. Este año marcará el fin de la campaña ofensiva de la dictadura, y se desarrollarán las condiciones para la contraofensiva final”.

El periodista y ex montonero Juan Gasparini confirmó en su libro Final de cuentas que la cúpula de Montoneros conocía cuándo y cómo sería el golpe porque “el hijo de un alto jefe del Ejército encuadrado en el servicio de inteligencia montonero a cargo del ‘Profesor Neurus’ (el periodista y escritor Rodolfo Walsh) había sacado copia del borrador de la ‘Orden de Batalla 24 de marzo’, guardada en la caja fuerte de su padre”.

También la guerrilla trotskista guevarista, el Ejército Revolucionario del Pueblo, tenía información precisa sobre cuándo sería el golpe de Estado y lo recibió con entusiasmo: pensaba que permitiría el “comienzo de un proceso de guerra civil abierta que significa un salto cualitativo en el desarrollo de nuestra lucha revolucionaria”, según escribió su líder, Mario Roberto Santucho, la misma mañana del 24 de marzo de 1976.

O como señaló en su autobiografía Enrique Gorriarán Merlo: “Habíamos obtenido la información de que el golpe estaba en plena preparación a través de ‘Chacho’ Perrota, dueño de El Cronista Comercial y miembro del aparato de inteligencia del ERP. El 24 de marzo se produjo el golpe militar; hicimos una evaluación y llegamos a la conclusión de que el advenimiento de una dictadura militar iba a conllevar una exacerbación de la resistencia contra esa dictadura”.

Montoneros y el ERP cumplieron con creces el objetivo de desgastar al gobierno peronista: protagonizaron una ola de violencia tal que en 1975 que muchos argentinos terminaron pensando que no había otra salida mejor que un golpe de Estado. Claro que no estuvieron solos incubando el huevo de la serpiente; del otro lado mataban los grupos paraestatales como la Triple A, las guardias armadas de varios sindicatos y la policía. Y en el último trimestre de 1975, el gobierno delegó en los militares la lucha contra las guerrillas, sin ningún tipo de control.

Como dijo el periodista y escritor argentino Andrew Graham-Yooll, el 24 de marzo de 1976 “cayó la noche cuando el país ya estaba a oscuras”. Treinta años después, este colega admirable publicó Los muertos de 1975, una lista que “es historia; no se publica con placer ni como logro de investigación, simplemente, horriblemente, como informe de un año trágico”. El resultado es escalofriante porque la nómina está hecha día por día e incluye, siempre que se sepan, el nombre, la edad, el rol, dónde murió y el grupo que lo mató. Ocupa treinta y tres páginas y el número final es de 1.065 víctimas: casi tres asesinatos por día, de izquierda, derecha, centro o sin pertenencia ideológica.

La conclusión de Graham-Yooll, que trabajaba en el Buenos Aires Herald, es una adecuada síntesis de aquellos años violentos: “A la distancia, puede verse en los tres años anteriores al 24 de marzo de 1976 que cada día fue un paso hacia el patíbulo”.

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